domingo, 13 de abril de 2008



De vuelta, una noche fría, las manos temblaban, el corazón aún golpeaba con fuerza el pecho, más de alegría que de miedo. Más de soberbia que de espanto. Mi camisa manchada de sangre, sangre especial, sangre liberadora, era llave a mi redención y mi gloria. Ascendido a la mañana siguiente, sin enemigos más que mis víctimas desprendidas del dolor.

Solos, la gloria y yo, besándonos sin pudores, recorriendo nuestros cuerpos poseídos por la lujuria que nos unía. Una, dos y tres horas estuvimos mintiendo amores. Mis ojos buscaban la daga de su capricho, la lujuria es una amante caprichosa, volátil y siniestra, pero es la mejor.

-¿Quieres beber un whisky?-le dije mirándola a los ojos-por nuestro amor.
-Quiero que me jures que me dejarás partir cuando no me ames-con más expresión de deseo que de tristeza-.
-Nunca dejaré de amarte.

Luego de un rato hacíamos el amor a contraluz de la ciudad, yo me reía de su hipocresía, nadie abandona la gloria, es ella la que lo hace. Me reía de su excesiva sensibilidad, que en vez de alimentar mi morbo, me hacía creer que era una mentirosa de primera. Mejor callar la conciencia y dejar pasar los momentos en medio de la repetitiva escena. Al fin sellado todo, salí a dar una vuelta por la ciudad, solo, armado sólo con la valentía de sentirme poderoso. Busqué un amor furtivo, daba lo mismo su precio, su procedencia, daba lo mismo su calidad o su apariencia. ¿Cómo puede el amor de una mujer tranzarse de una manera tan baja?, más aún, ¿cómo podía yo ser aval de ello?

Volví a casa, pensativo. La vida de la gloria quita libertad. No hay placer puro, ni alegría plena, es el karma que me golpea. La gloria a este costo tiene un costo, lo pagaré.

domingo, 23 de marzo de 2008


¿Dónde estaba la vida?

Quizás yo pueda serte de ayuda.

Miraba con los ojos rasgados por la lluvia que, insolente, intentaba colarse por entre sus párpados aún juveniles. Tú la mirabas desde fuera, preguntándote el porqué de lo que hacía.

Miró por el espejo retrovisor, todo estaba limpio, tal como lo habían planeado. Una mirada hacia su derecha, asintiendo. Todos sabían lo que debían hacer, en la individualidad eran un todo, probado y certero. Si un eslabón de la cadena fallaba el cuadro se armaba nuevamente, nadie era indispensable, pero a la vez todos lo eran.

El silencio se apoderaba de la tensión, del miedo y la euforia. En la soledad de la conciencia unos rezaban a santos y adivinos, otros recordaban la sangre de quienes vinieron antes que ellos, otros se arengaban poseídos por la ira y el descontrol, pero siempre en silencio, respetando la santidad del momento.

Una mirada más, la noche se mostraba sensual y dispuesta, no había nada más por preparar, el metal estaba frío y las manos ardientes esperaban el encuentro.

Una palabra bastó para que todos estuvieran bajo el vehículo. Caminaron los cincuenta metros que los separaban de la gloria o la muerte. Se detuvieron tras el muro de ladrillos, se acercó a su hermano y besó su mejilla, mientras le susurraba traiciones al oído. La lluvia hacía confusos los reflejos sobre los pequeños charcos aún transparentes.

Susurró el nombre de su amor y dio la estruendosa señal. En un segundo el vapor de los alientos se abrazó con la nube de azul y gris que nacía de las bocas ardientes del infierno. "¡Aquí estoy!", gritaba con la voz perdida en la dulzura del canto de los disparos. Oía una voz particular y suya maldiciendo al destino y la suerte, pero la enérgica respuesta no dejaba tiempo para voltear siquiera. De pronto las armas se callaron y se aprestaron a dar más vida al infierno. Miró a su derecha y reonoció una mirada en medio de la horrible escena que dibujaba la sangre, no había tiempo para discernir, sólo la mentira y la traición tenían voz en medio de las jadeantes respiraciones y el palpitar desesperado de los corazones.

Confiaban en la esencia de la sangre, en la sed de venganza, en el sinrazón de la ira. Montaron la falsa huida, el chirrido inmortal de las llantas sobre el pavimento y ellos que sin mirar hacia atrás cruzaron el límite y la muerte. Allí esperaban las armas cargadas, los dedos ceñidos a los gatillos. Otro infierno se desató, pero esta vez no hubo provocaciones, sino cumplimientos y sangre fría.

Todo había acabado, la veías sonreír nerviosa luego de lo sucedido. Demostrando su poder y su dureza, profanaba los cuerpos de aquellos inocentes inocentes. Cargó el cuerpo inánime de su hermano, "¿ya ves?, tú no sufrías más y yo no volvía a preocuparme por ti", le dijo mientras simulaba llorar.

Nadie se horrorizó, ese era el código, la traición es un elemento más del juego.

Hoy no bebería un whisky con su hermano antes de despedirse, hoy no dormiría pensando en cómo hacer de su final un conveniente acto de lealtad.